Hoy es el lunes de Semana Santa. Estos días estaré un poco perdido con la familia y siguiendo las tradiciones locales de mi lugar de nacimiento. A la vuelta –si me acuerdo– hablaré del «judas» y otras tradiciones de mi pueblo.
La semana se plantea como todos los años, algunos cientos de kilómetros que recorrer. No me asusta conducir, me he cruzado la península conduciendo varias veces, tanto en coche como en moto, lo que me molesta es atravesar Madrid en estos días de atasco. De Zaragoza a Madrid lo puedo hacer en tres horas, o tres horas y media, lo mismo que se tarda entre Alcalá de Henares y Alcorcón. A la vuelta ocurre lo mismo o es incluso peor.
Hace algunos años incluso en lugar de ir por la autovía prefería ir por carreteras secundarias, por Soria, Segovia o por Cuenca, Toledo. Tardaba más o menos lo mismo pero me evitaba los nervios y la mala leche que tienes cuando estás parado dentro del coche sin poder avanzar más de dos metros por minuto. Pero desde la generalización del GPS te encuentras esas carreteras también abarrotadas de tráfico y no merece la pena la excursión campestre.
Cuando era chaval decían que en el 2010 tendríamos todos nuestro coche volador y que se acabarían los atascos. Yo llevo esperando el mío unos cuantos años y cuando más lo echo de menos es en estas fechas. A ver si lo terminan de inventar y para el año que viene me ahorro la pesadilla del atasco madrileño.
Había muchos más adelantos que entonces nos dijeron, estarían al alcance del –o, más bien dentro del– bolsillo. Algunos no nos los podíamos imaginar, dijeron (bueno, George Orwel sí) y los «especulólogos» de entonces eran más bien cortitos a la hora de describirlos.
Pero de todos los gatgets y aparatos varios que recuerdo nos prometieron, mi favorito siempre había sido el coche volador. Para mí representaba la libertad de ir donde quisieras, sin barreras artificiales. Sobrevolar los sitios para verlos desde arriba. Ir donde te salga de los pelendengues de un salto. Me (nos) lo prometieron. ¿Dónde está el mío?
