A veces sueño que siete podencos de Terodu me persiguen. Enormes bestias blancas sin ojos que dan caza a los leporhundoj en los infinitos túneles del planeta. Sombras blancas que se dirigen hacia mí: me cazan. Animales blancos como la nieve que piso, con manchas de fuego en las patas y las orejas, manchas rojas como la sangre que me baña el rostro. Me acechan como proyectiles de nieve y sangre. Gañen fuera del espectro audible mientras corro con todas mis fuerzas hacia un roble. Siempre a punto de tropezar. Nunca avanzo más que unos centímetros. Tengo la sensación de estar corriendo una maratón al sprint, pero no me acerco al árbol. La nieve me llega a las pantorrillas y se resiste a soltarme. Mientras yo me muevo a cámara lenta, el enemigo me alcanza a una velocidad pasmosa. El miedo y la desesperación van creciendo hasta controlarme. Cada vez veo a los animales más y más cerca. Se me eriza el pelo de la nuca. Aunque no los pueda oír, noto sus gañidos en mis huesos. Mi salvación está a diez metros pero parece que no voy a llegar nunca. Ya oigo su respiración y ya noto su aliento, huele a amoniaco. Me preparo para saltar a la rama más baja del roble, miro a la izquierda y veo unos terribles dientes amarillos lanzados contra mi cara.
Sobresaltado, desorientado, me despierto. Está sonando una sirena. «MEDEVAC, MEDEVAC, MEDEVAC» grita la megafonía de la estación. Me levanto de un salto. Corro por el pasillo. Salto dentro de la nave de evacuación. Antón ya está allí. No sé cómo lo hace, pero siempre es el primero. Está comprobando los anclajes de la camilla. Mecánicamente repaso los cierres del equipo y me siento en mi puesto. Ajusto mi arnés, me coloco el casco y miro a mis chicos todos con el pulgar hacia arriba.
–¡Equipo médico listo y asegurado! – grito por el micrófono.
No estoy seguro de que el comandante me haya oído. Estamos inundados por el ruido de los motores. Las ondas sonoras hacen vibrar todo. Las puertas laterales están abiertas. Los tiradores las están cerrando pero aún así no llego a entender lo que dicen cuando levantan su pulgar.
–¡... mas lis … … … dos! – oigo por los cascos.
Oigo varios «listo y asegurado». Rutina. Noto el tirón de los motores. Por la ventanilla veo cómo se abren las puertas del hangar, tras ellas aparece el negro más profundo del espacio exterior. Una línea fina y negra que se va ensanchando, como una boca abriéndose. Las luces amarillas que demarcan los límites me producen un escalofrío. Me recuerda una boca que se abalanza sobre mí en un sueño.
Terodu, el planeta, está al otro lado y debemos rodear la estación para llegar a él. Los mejores hangares son siempre para los políticos y los generales, luego van las unidades tácticas después la logística y al final nosotros, haciendo siempre de almorrana en el culo del universo.
–¡Veinte minutos desde el aviso! ¡Señores! ¡Hay que acortar el tiempo de reacción! –es la voz del comandante. No suena enfadado, sólo obsesionado por la eficiencia. Mi mente divaga intentando olvidar el sueño que aún da vueltas por sus rincones.
Fuera del hangar dejo de sentir mi peso. Me vienen una nausea y un escalofrío. No me gusta la sensación de perder mi peso. Éste «viaje» va a ser movido. Hay informaciones que aseguran que los insurgentes han conseguido misiles exoatmosféricos. El comandante bajará en vuelo táctico. Nos zarandearemos en todas las direcciones posibles. La nausea vuelve a subir. Aprieto mi arnés pero no me tranquilizo. Huele a amoniaco. Rompo a sudar. Cierro los ojos, para intentar controlarme, pero me parece que una boca negra llena de dientes amarillos se abalanza hacia mí.
Abro los ojos y repaso a la tripulación. Mis chicos son los mejores, sólo parece nervioso el nuevo, lleva quince días con nosotros. Aún lo pasa mal en los descensos, pero se adapta rápido. El resto hemos hecho esto cientos de veces. Aún nos falta una hora para llegar. La mayoría intenta dormir. Antón me mira fijamente y me hace señas para preguntarme qué me pasa. No quiere utilizar el micrófono para no alertar al resto. Me toma la mano para comprobar el pulso. Le pongo el pulgar hacia arriba. «Tienes fiebre» dicen sus labios sin articular ningún sonido. «Estoy bien» le contestan los míos. Pero el olor a amoniaco cada vez es más intenso y no paro de sudar, me recuerda el aliento de una bestia soñada.
Quiero dormir un poco. Si pudiera dormir un poco se me pasaría el malestar. Por segunda vez cierro los ojos y me agarro al arnés. Si pudiera dormir...
Corro de nuevo sobre la nieve, pero algo ha cambiado. Llevo puesto mi mono de vuelo y las botas de media caña. En tres pasos llego a la base del roble. Intento alcanzar la rama más baja pero no llego. Salto lo más alto que puedo pero no consigo sujetarme a ella. Los podencos se acercan como si los hubiera disparado un cañón de plasma. Me agarro al tronco para escalar, pero las botas se resbalan. Un salto más y me habrán alcanzado.
Una explosión a estribor me ha despertado, lo sé por la luz y la metralla que al chocar con el escudo nos ha agitado como una coctelera. Han estado a punto de alcanzarnos. Veo la cara de susto de los nuevos y la de alivio de los veteranos. Yo debo tener una mezcla de las dos. La pesadilla soñada se ha mezclado con la pesadilla vivida. Mis chicos son los mejores. Les miro y sonríen nerviosos. Ninguno queremos que se nos note el miedo. Nadie duerme, nos dedicamos a mirarnos unos a otros. El descenso se está haciendo eterno.
–¡Treinta segundos para entrar en la atmósfera! – el comandante usa su voz neutra pero todos sabemos que ahora debemos bajar rectos. Calcular ahora nuestra trayectoria es un juego de niños. Los señuelos a nuestro alrededor empiezan a arder por la fricción.
Caemos y todo vibra. Nuestro rumbo se hace poco a poco más horizontal. Los señuelos dejan de ser útiles. Por la ventanilla veo a nuestra escolta, están abriendo sus puertas laterales. El vuelo comienza a acomodarse al terreno en un vuelo táctico de superficie. Nos movemos como en una montaña rusa, pero me tranquiliza volver a tener peso.
Nuestros artilleros también abren las puertas laterales. Suelto el arnés de la silla de descenso y lo engancho al anillo para asegurarme. Antón ya está desplegando la camilla. Empiezo a sacar y preparar el suero y los medicamentos. Mis chicos ya están preparándose para la toma. Chaleco antifragmentos, casco, guantes, montan las parihuelas de fibra, gafas. Notan que les estoy mirando. Terminan la rutina, pulgar hacia arriba. Sonrío. Mis chicos son los mejores.
A pesar de los escudos, desde que han abierto la temperatura ha descendido mucho. Debemos estar a quince grados bajo cero. Me arrepiento de no haberme puesto los calzones térmicos debajo del mono de vuelo. Mis rodillas se resienten por el frío.
Entramos en un valle estrecho y profundo. Hay mucho movimiento y humo en el fondo. Allí están los nuestros, los están batiendo desde las dos vertientes.
–¡Trazadoras a las once! Escolta ¿localizáis los focos? ... ¡Cubrid el descenso!
Empezamos a bajar. Los artilleros están batiendo las laderas. Nuestra escolta nos sobrevuela en círculos, su poder de fuego es impresionante. Nos agarramos todos, estamos esperando la toma para saltar. El equipo de carga suelta las cajas de munición que les llevamos, estamos en tierra. Dos heridos: dos alfa. Coger vía. Sedación. Todo se agolpa en mi cabeza. Dos heridos con calificación alfa, nos dijeron que era uno. Los chicos han saltado a por ellos. Los artilleros les cubren. Nos están disparando. Me entretengo en desplegar la segunda camilla. Salgo a ayudar, ya traen al primero. Mis chicos son los mejores. Algunos proyectiles nos pasan cerca, los oímos zumbar y también el ronroneo del vómito de plasma que lanzan nuestros artilleros. El herido tiene dos impactos, uno en el abdomen y otro en la pierna con entrada y salida. Parece que la femoral está seccionada. Hay que parar esa hemorragia. Hemos llegado a tiempo pero con poco margen. Cuando me doy cuenta, mis chicos han traído al segundo. Antón está con él.
–¡Motores y al aire! – es la voz del comandante en mis oídos.
Todo vibra, vuelvo a comprobar los anclajes de las camillas. En unos minutos estaremos en gravedad cero.
El viaje de vuelta se me hace muy corto. Antón y yo estamos muy ocupados con los heridos. Antes de salir al espacio tenemos que cerrar las camillas. Cubro la primera y engancho los cierres. Una explosión externa nos zarandea, el escudo ha caído. Se suelta uno de los pasadores. Intento que la cubierta no le caiga al herido encima, pero desde el extremo no puedo hacer fuerza. Antón y los chicos me ayudan y aseguramos las cubiertas en el momento en que se cierran las puertas exteriores. En unos minutos estamos en el espacio dando bandazos. Con la mirada fija en los monitores de las constantes llegamos a la estación.
En el hangar nos está esperando una ambulancia. Bajamos los heridos y los subimos a la ambulancia. Antón se va con ellos. Yo me quedo en la nave, hay que dejarla lista por si tenemos que salir de nuevo. Sólo quiero irme a la cama cuanto antes. Tengo fiebre y quiero descansar. Cuando dejo la nave una legión de mecánicos la están poniendo a punto de nuevo.
Doy vueltas y vueltas en la cama. Me siento incapaz de dormir. Cada vez que cierro los ojos y me abandono al sueño me despierto sobresaltado. Creo que estoy desarrollando miedo al miedo. Miedo a unos podencos que sólo he visto en fotografías y en sueños. Tras una noche en blanco me aseo. El desayuno me resulta insípido. El briefing de las mañanas me parece una tontería. No estoy de humor. Debería dormir, pero no puedo. Mi equipo tiene turno de mañana. En la sala de activación cada uno hace lo que puede por relajarse. Los chicos están con los videojuegos, Antón con una partida de ajedrez contra su ordenador personal –no sé porqué insiste, siempre pierde–. Yo hago como que intento dormir y nadie me molesta.
Suena la sirena. «MEDEVAC, MEDEVAC, MEDEVAC» grita la megafonía. Salimos todos corriendo hacia el hangar. Subimos a la nave. Comprobamos el equipo. Nos colocamos el arnés y nos aseguramos a la silla de descenso. El ruido de los motores lo inunda todo. Ya están todos los pulgares hacia arriba.
–¡Equipo médico listo y asegurado! –grito por el micrófono, siguiendo la rutina.
Al cabo de un rato, cuando toda la tripulación ha informado, empezamos a movernos.
–¡Diecisiete minutos desde la alarma! Debemos rebajarlo a quince. El descenso va a ser más movido de lo normal. En superficie hay una tormenta y están bajo fuego enemigo. Nos acercaremos siempre en vuelo táctico.
El descenso es un auténtico infierno. Todo vibra y hace que cada parte del cuerpo parezca ir en una dirección distinta. Algunos de la tripulación han tenido que utilizar las bolsas para los vómitos. Cuando llegamos a superficie tampoco mejora la cosa. Nuestro objetivo final está en una ladera. No hay sitio material para hacer la toma. Nuestros compañeros de abajo están batidos por un fuego incesante que nos dificultará la evacuación. Lo más cerca que podemos aterrizar es a doscientos cincuenta metros de donde se encuentran los heridos –un alfa y dos beta–. Cogemos el equipo y las camillas. Cargamos medicamentos y salimos disparados a la carrera. Nos cubren nuestros artilleros y dos naves escolta, pero la situación no me gusta nada. Durante el descenso, antes de que llegáramos, ha fallecido el más grave, sólo nos quedan los dos beta. Cuando estamos subiendo al segundo a una de las camillas un impacto directo de cohete en nuestra nave la deja sin escudos. Otro impacto directo la deja como un montón de chatarra inútil, los motores se han perdido. La tripulación sale de la nave. Hay dos heridos, los traen en volandas. Los artilleros han desmontado los cañones de plasma y los están usando para cubrir a sus compañeros. Las naves de escolta intensifican el fuego. Bajamos a los heridos otra vez al suelo y salimos a recoger a los tripulantes heridos. Mis chicos son los mejores. Antón y yo seguimos hasta la nave y recogemos todo el material médico que podemos en una camilla.
Nos hemos refugiado en la entrada de uno de esos túneles que llaman madrigueras. En ellos viven los leporhundoj. Para darles caza, el hombre creó por ingeniería genética una raza de perros monstruosa, adaptada a la oscuridad. Estos perros me aterrorizan en sueños desde que llegué a este destino. Pero estoy tan cansado que me quedo dormido aun estando en la guarida de mis pesadillas.
Estoy corriendo hacia un roble. Lo tengo al alcance de la mano pero no logro asirme a él. Siete podencos de Terodu vienen tras de mi. Casi me han alcanzado cuando me agarro al tronco. Tengo que subir lo más alto posible antes de que lleguen. Escalo y escalo. Crece la angustia. Estoy sudando. Apenas he alcanzado un metro de altura. Parece como si el roble se hundiera cada vez que consigo subir. Ellos son tan altos como yo y estoy a unos escasos centímetros del suelo. Un salto más y me alcanzarán. Aprieto los ojos y me agarro al árbol. Algo me zarandea.
–¡Despierta! El de las contusiones debe tener una hemorragia interna que no hemos visto. –Antón siempre tan diligente.
–¿Eh? ¿Qué? –es lo único que acierto a decir tras ser rescatado de las fauces de siete podencos.
–El de las contusiones debe tener una hemorragia interna ¿puedes venir a echarle un vistazo?
–Sí, preparadme el ecógrafo portátil a ver si vemos dónde. Dadme un minuto. – Aún estoy agitado por la pesadilla y entumecido por la humedad del túnel.
Bebo un trago de agua. Tengo la boca pastosa y la cabeza embotada. Me acerco a la boca de la cueva. Uno de los centinelas levanta la mano hacia mí y mueve la cabeza negativamente. No insisto, aunque necesito aire fresco. Me doy la vuelta y me acerco a los heridos. El ecógrafo está preparado y la laparoscopia también –nunca se sabe–. Comenzamos la exploración y es evidente que hay una hemorragia. En la cavidad abdominal hay un gran coágulo de sangre. Pero la herida debe ser tan pequeña que no es evidente. Comienzo a recorrer poco a poco toda la pelvis y hacia arriba. Si viera algún flujo... ¡Ahí! ¡Ahí está! ¡Es muy pequeño! Llevamos unos cuantos minutos de exploración.
–¡Laparoscopia! ¡Lo hemos pillado! – digo.
En unos minutos está la hemorragia controlada. Se ha hecho un gran silencio en la galería, nadie dice nada y cuando me giro tengo a cuatro enormes animales blancos a mi espalda. Aunque no parecen agresivos estoy aterrorizado. Aprieto los esfínteres y los dientes para mostrar algo de valor. Están olisqueando el ecógrafo. Está encendido aún y en su pantalla comienzan a aparecer imágenes borrosas. Antón dirige el sensor hacia los podencos y las señales se hacen algo más claras. Parece otro podenco tendido con algo en el cuello, aunque Rorschach tendría para unas cuantas láminas con esas imágenes. Ahora cambia. Parece uno de los insurgentes disparándoles en una cueva. Hay animales que corren pero uno de ellos se desploma al cabo de unos metros. Otra vez aparece el podenco tendido, tiene algo dentro del cuello.
–Me lo cuentan y no me lo creo... ¿Están contando una historia?
–Es muy difícil saberlo.
–¿Estos bichos son inteligentes?
Sí, nos están contando una historia, la de un ecologista radical disparando a las «abominaciones» creadas por el Hombre. No sé el grado de inteligencia, pero sí lo son. Han interpretado un sinfín de ecos para mostrarnos lo que ha pasado. Aunque quizá sean interpretaciones nuestras. Proyecciones de nuestras mentes respondiendo a estímulos neutros. Lo que está claro es que quieren que les sigamos.
Uno de los podencos tira de la manga de Antón. Otro se acerca a mí y con una suavidad impensable para un animal tan grande me empuja con el hocico. Debe haber notado mi pánico. Me lame la mano como para tranquilizarme. Me empuja en dirección al fondo del túnel. Miro al comandante que está asistiendo a toda la escena perplejo. Mis chicos ya están en pie recogiendo material, nadie les ha dicho nada pero ellos ya están listos. Mis chicos son los mejores.
–¡Pascual! ¡Krasimir! ¡Id con ellos! ¡Código armamento: wr! – El comandante da por sentado que vamos a ir, pero yo estoy petrificado.
–¿Algún problema, capitán? – parezco una sudorosa estatua de sal.
–Si lo que necesitan es ayuda médica... ¡No somos veterinarios! No sabemos nada de la biología de éstos animales...
–Tampoco estamos seguros de qué es lo que quieren. Os han elegido a vosotros. Veamos lo que pretenden. Recuerde que están genéticamente condicionados para no atacar al Hombre. – el comandante se mantiene firme, recojo mi equipo y mi ordenador de bolsillo. Me ajusto el chaleco antifragmentos, el casco y compruebo mi arma: cargada, en seguro.
–Pascual, ve marcando el camino y las intersecciones. Si en dos horas no habéis regresado iremos a buscaros. – más instrucciones técnicas del comandante, para él esto es como un juego. Otro mérito, una posibilidad de medalla... o quizá lo estoy juzgando mal.
Avanzamos por el túnel guiados por los perros. La linterna de mi casco me enseña un mundo estremecedor. Pasamos por galerías lisas, recorridas por corrientes de un agua transparente y fría. Grandes salas llenas de estalactitas y estalagmitas, esculturas naturales de una belleza salvaje. Durante tres cuartos de hora nos adentramos más y más en la montaña. Hasta llegar a una caverna donde encontramos una hembra tumbada en el suelo. Tiene infectada una herida en el cuello. Su pulso es irregular y muy rápido. Debe haber perdido gran cantidad de sangre por la mancha que hay bajo ella. ¿Cuánta sangre tiene un bicho de éstos?
El escáner de mano me dice que tiene un proyectil alojado en la laringe. La hemorragia no es muy fuerte pero debe llevar mucho tiempo así. Para éstos animales la laringe es una zona muy delicada. Si pierden el aparato fonador se quedan ciegos y ésta presenta contusiones de haberse golpeado contra las cosas. Hay que extraerle la bala, pero allí no puedo.
El traslado es muy complicado. La camilla de campaña es ridículamente pequeña para un animal tan grande. Además, aunque la gravedad del planeta es de 0.9g, debe pesar unos ciento treinta kilos. Mis chicos vuelven a por el material y traen ayuda. El traslado del animal nos lleva cerca de tres horas.
La operación ha salido bien, la bala no opuso ninguna resistencia y los tejidos no parecen estar muy dañados. El problema es la infección y la sangre perdida. El postoperatorio es clave. Me he sentado a su lado con la espalda pegada a la pared. Otro animal ha venido y ha apoyado su cabezota en mis piernas, tumbándose a mi lado. Necesito dormir.
A veces sueño que siete podencos de Terodu me persiguen. Donde deberían tener los ojos sólo hay una pequeña depresión cubierta por una piel fina sin pelo. Me aterroriza sólo pensar en ello. Su hábitat natural son los oscuros túneles de Terodu. Allí no necesitan ojos. Cazan leporhundoj utilizando ecolocalización, como los murciélagos. Éstos no sé como son, nunca he visto uno, es lo que dicen los textos. Pero a veces, como ahora, sueño que siete podencos quieren cazarme a mi. Siempre salgo corriendo hacia un roble que hay cerca. En todas las ocasiones me siento aterrorizado y corro. Ahora no. Me miro y sólo llevo unas tijeras de sutura en el bolsillo del brazo. Miro a mi alrededor y únicamente encuentro un palo para defenderme. Lo empuño con las dos manos. Con siete bestias tan altas como yo, no servirá de mucho. Ya los tengo casi encima. Noto sus gañidos desde hace rato, centrados en mi. Sus desproporcionadas orejas rojas están enfocadas en mi dirección. Pero ahora estoy quieto, espero. No tengo tanto miedo como otras veces. Los perros bajan el ritmo, se acercan al trote. Levanto la improvisada arma para que perciban con qué quiero golpearles. Comienzan a retener el paso y a mover la cola, su centro de atención ahora es el palo. ¡Bah! Es inútil. Lanzo el palo lo más lejos posible. Los podencos se lanzan a por él. Uno de ellos lo trae en la boca y lo deposita a mis pies. Vuelven a centrar su atención en mi, se sientan torciendo la cabeza hacia un lado. Me agacho y cojo el palo por un extremo. Se ponen en pie. Lo vuelvo a lanzar. Y salen disparados otra vez, las orejas son antenas parabólicas siguiendo un satélite de madera. La flexibilidad de sus cuellos es admirable. Cuando regresan ya no estoy nada aterrorizado, tan sólo siento mucho respeto. Me agacho a por el palo y el podenco más cercano me lame la cara. Su aliento huele a amoniaco. Tiene una cicatriz en un lado del cuello.