Llevo unos días fuera.
Aprovechando la Semana Santa he regresado a mi pueblo. Es una de las
pocas ocasiones al año que regreso allí, durante la época en que el
campo está todo verde y rezuma vida.
Era más divertido cuando era más joven. Salía a la calle nada más llegar y regresaba a casa a las horas de comer (y de dormir). Con la edad uno se tranquiliza y se queda más en casa o se dedica a pasear por el campo.
El paseo de bajar hasta el río, remontarlo un poco hasta el molino y subir de nuevo al pueblo. Un clásico para los lugareños. La ruta del colesterol local. Caminábamos por esos caminos plagados de paseantes de todas las edades que pareciera que todo el pueblo se había puesto de acuerdo para desplegarse por esos caminos.
Cuando era joven y bajabas por esos mismos parajes y el camino era apenas una vereda. Ahora los han ensanchado, allanado, apisonado y tienen tráfico. Tienes que separarte del camino para no tragarte el polvo que levantan coches y furgonetas que van y vienen, a las granjas y labranzas, o al río de excursión. ¿Por qué esa gente necesita el coche a disfrutar de la naturaleza? Bueno, los primeros, los que trabajan la tierra o cuidan el ganado en sus labranzas lo necesitan para su trabajo. Pero ¿los segundos? No me explico si realmente piensan que se puede disfrutar de la naturaleza «de a pocos». Van hasta algún sitio donde se pueda aparcar y se sientan en una piedra al lado del coche. «Voy a espárragos» dicen y vuelven quejándose de que no hay. «Normal» les digo, vas con el coche hasta donde se puede aparcar y luego no te alejas del vehículo más de 200 metros. ¿Qué esperabas?
